miércoles, 30 de marzo de 2011

El Tropezón, un almacén con mucha historia en Lomas

Las pulperías también tuvieron en el Distrito protagonismo y suceso. En la esquina de Paso y Tucumán hubo una memorable, de construcción sólida e imponente, demolida en 1960.

Las primeras pulperías que desaparecieron eran urbanas –había más de 300 en esta capital del Virreinato antes de los jubilosos días de Mayo de 1810–, pero unas pocas, afortunadamente, sobrevivieron lejos de la ciudad.
Lugar de encuentros, que cobijaron desde bravuras hasta romances –una canción inmortalizó a la pulpera de Santa Lucía–, consiguieron renombre a expensas de motivos diversos.
Como aquella que, décadas más tarde, enarboló una veleta con perfil de potro y terminó por darle nombre a un barrio porteño: Caballito.
O El Pasatiempo, en Venezuela y Quintino Bocayuva, que visitaban payadores y frecuentaron Gabino Ezeiza y José Betinotti.
Pero la ciudad se propuso otras metas, y las pulperías cayeron bajo la piqueta del progreso edilicio, mientras que las suburbanas y las del interior quedaron marginadas por el trazado de nuevos caminos, pavimentados y urgidos, por donde el turismo ahora pasa indiferente a semejante pasado.
En Lomas de Zamora, también, los almacenes y pulperías también tuvieron protagonismo y suceso. Allí, en ese mismo barrio, que podría ser también la geografía de otros, enclavado en la esquina de las calles Paso y Tucumán, grande para su época y de sólida construcción, se levantaba el almacén El Tropezón, que fuera demolido a fines de 1960, por esa piqueta aliada del progreso e insensible siempre a las tradiciones y al sentimiento de la gente.
Era un verdadero almacén de ramos generales. Tenía tres entradas: una por Tucumán, otra en la misma esquina y la tercera, que daba al despacho de bebidas, por Paso.
Su vereda de ladrillos estaba prácticamente rodeada de palenques y algunas argollas en el piso para que se ataran los caballos y vehículos de los clientes, que a veces se trasladaba desde muy lejos para hacer las compras.
Enfrente existía un amplio terreno que abarcaba desde Castelli y San Juan (hoy José María Penna) hasta Tucumán y en el medio había un ranchito, de piso de tierra, que había pertenecido a un hombre de apellido Gentile que se lo vendió a un tal Abálsamo, último dueño antes de que el predio fuera loteado.
La manzana encerrada entre las calles Tucumán, Paso, Larrea y La Rioja (hoy Almafuerte) perteneció a las familias Portela y Casalins, quienes en el año 1889 la vendieron al señor Rezzano.
Este a su vez la divivió en varios lotes: el de la esquina de Tucumán y Paso fue comprado por Bautista Migliarino, quien construyó el primitivo almacén, pero de chapas.
En 1905 fue transferido a José Regazzoni y en 1914 la compró Franjo y González hermanos. Máximo, Andrés y Camilo fueron quienes le dieron impulso y notoriedad al Tropezón.
Al lado del almacén había un gran galpón construido con las chapas y tirantes de las tribunas de un viejo hipódromo que estaba ubicado en los terrenos de Las Heras y Alvear, a continuación de la quinta Los Leones, hasta la avenida general Rodríguez, en Banfield.
Más allá de la fama de El Tropezón, hubo un hecho policial trágico, muy recordado en Lomas por muchos años. Un hombre joven apareció asesinado de cuatro tiros en una zanja de la calle Paso, frente al almacén.
La Policía nunca pudo esclarecer el hecho y a pesar del paso del tiempo muchos lo recuerdan con un dicho popular: “cuatro tiros y a la zanja”.
El anecdotario popular y barrial también dio por cierto la existencia del hombre perro y del hombre chancho, especie de lobizones que merodeaban la zona de El Tropezón por la noche y la madrugada.
También es recordada la anécdota que un personaje llamado el Pampa Galíndez, con vastos antecedentes de guapo y cuchillero, enlazó a uno de estas “bestias” hasta otro almacén cercano, El Sol de Mayo, ubicado en la esquina de San Martín y Francisco Portela.
Así se aclaró la fábula macabra del hombre perro o chancho: se trataba de un simple ladrón que se valía de semejante fama para aterrorizar a sus víctimas.
El nombre de El Tropezón tiene su explicación: “El Trompe” en la jerga popular se debió a que por sus veredas altas y mal iluminadas por los faroles a kerosene, provoca caídas y golpazos a quienes pasaban por el lugar.
Otros prefirieron restarle asidero a esto y sostener que ese nombre lo llevaban muchos otros negocios y hasta casas de comida como el tradicional El Tropezón de la avenida Callao, en la Ciudad de Buenos Aires.
Hay otra historia muy recordada en ese barrio de Lomas, ocurrida en 1918, en un amplio terreno ubicado en la calle Tucumán y Monteagudo.
Fue una tarde de invierno histórica, la de la fuerte nevada en Buenos Aires, sólo comparable a la que los lomenses disfrutamos hace poco, el 9 de julio de 2007.
Muchos vecinos escucharon el rugido fuerte y seco de un motor en problemas, el de un aeroplano, algo infrecuente en esa época.
El avión volaba bajo, tuvo problemas, y la pericia del piloto logró aterrizarlo sin mayores inconvenientes en la pista improvisada de pasto.
Por suerte no se topo con construcciones, ni vegetación espesa, sino el destino hubiera sido muy diferente. Durante muchos años se recordó a este episodio como “la caída del avión”.
El pequeño aparato quedó semienterrado en la nieve, bastante deteriorado por el golpe, pero con un final feliz para su piloto.

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